Moreira, por Pedro Benítez
Sangre gaucha
Aunque el gaucho canónico que
nos hacen leer en el secundario, léase Martín Fierro, sea el que mejor resiste la crítica literaria, el
verdadero gaucho social, y dramático, es el Juan Moreira: si uno fundó la
literatura épica argenta, el otro, folletín masivo y menospreciado, terminó
fundando nuestra dramaturgia, no tanto como palabras a representarse sino como
puesta nacional y popular. Que la haya montado una familia de gringos, los Podestá, forma parte de nuestra
idiosincracia, el mestizo atávico mixturado con el mestizo cultural. Pero ahí
los méritos sólo empiezan. El Fierro
se lee completo adicionada la Ida a la Vuelta,
cuando José Hernández pasó de
apocalíptico a integrado, de federal renegado a Senador, y borró con el codo lo
que antes había escrito su conciencia herida, más resentimiento personal que
denuncia histórica. Fierro quedará
uncido al empaque de argentino típico, ese que odia al Estado y sus políticas,
desprecia a los indios, se burla culposamente del negro, detesta a los
inmigrantes, ama al patrón y recuerda la fiesta en la cocina de la estancia —y
no estoy citando a Joaquín Sabina. Moreira encarece al vengador de una
clase racial, una exacerbación de Fierro, exasperada, un perdedor en toda la
línea, la víctima convertida en victimario que hasta gozó del poder de su
violencia junto a un poder manipulador mayor, el de los Alsina y los Mitre, los
cuales no le perdonaron su ética de los márgenes. Juan nunca reencuentra a sus hijos para darles consejos, jamás
sentencia que el sirviente obediente hará bueno al mandante, ni que olvidar lo
malo también es tener memoria. Analfabeto, elemental y corajudo, Juan M ya nació póstumo, lo narran en
tercera persona y desde el comienzo nos citamos allí sabiendo que caerá. Fierro quiere ser cualquier gaucho y es
él solo. Moreira quiere solamente ser
él y culmina siendo todos.
Estas premisas de
previsibilidad despiertan en Pedro
Benítez su propia elaboración, seguro de plasmar sobre todo una cosmovisión
visual y no un libreto, de suyo harto conocido. Advertencia necesaria, hemos de
participar de una leyenda en imágenes, no de una sorpresa en diálogos. En este Moreira convergen las tradiciones
teatrales, y cinematográficas, del mito, y la lejana base novelesca de su primer
padre ficcional, Eduardo Gutiérrez.
Bien el subtítulo: la sombra de un hombre.
Fierro fue un hombre que mutó en
sombra de sí mismo y luego recuperó la silueta; Moreira es la sombra siempre, y la de su clase, sin reparación
excepto la postrera de la escritura. Que existan recitados con rima y lenguaje
dialógico ofrece la pauta de la hibridación. Que un maestro de ceremonias
trajeado y tan joven como el futuro abra y cierre los cuadros, y finalice la
puesta, aporta incluso la crónica objetiva.
Cita al pie en el medio. Benítez tiene dos maestros, Antonio Mónaco y Viviana Ruiz, y ambos influjos se manifiestan pero a esta altura ya
adquirió un estilo intransferible. La cámara negra, los personajes múltiples en
el cuerpo de un único actor, el ritualismo escénico, el aprovechamiento
integral del espacio, lo caracterizan. Y la conducción del intérprete. Las
brujas que acompañan y entretejen las escenas, casi inidentificables en el
traperío de colores que les cuelgan, derivan de otro clásico, Shakespeare, y la apasionada
contemplación de Leonardo Favio, el de Nazareno Cruz. El casting interno, de una precisión notable. Nadie
mejor que Gabriel Delgado para el
alcalde bravucón y el político hipócrita. Igual de impresionante la breve
entrada de Daniel Miño, el contrincante
de facón al servicio del puntero zonal. Fabio
Herrera, ladero y fiel amigo de JM, como
Beto Clerf, también son compositores
indicados. Los rubros técnico-estéticos, resueltos en casa, redondean el
fresco. Herrera y su arreglador, Juan Pablo Sabater, le inyectan la
música y Benítez la incluye
prácticamente en todo el desarrollo —otra cercanía al cine. Ni hablar de la
asesora en vestuario Mónica Arrech,
una especialista: cada intervención suya se nota y marca la diferencia. Del
elenco femenino se hace difícil encontrar fisuras, moviéndose en doble máscara,
y así la Ruiz pasa de bruja a la Muerte ataviada de blanco y
subida a coturnos, una resolana griega que le da, además, aspecto estremecedor.
Gabriela Benedetti constituye el
trío de brujas burlonas y se torna en una Chacha
intensa. Cecilia Martín, la tercera
hechicera, cruza al rol de la Vicenta.
La estructura funciona basada en relámpagos de acción, como
las tomas de una película, y a un tiempo se enhebran mediante mecanismos
típicamente teatrales. Muy eficaz, en ese sentido, el uso de cortinas, y más
aún el largo velo negro que cubre, delante de nuestros ojos, los aprestos del
desenlace. El remplazo de un gran despliegue en la secuencia de lucha contra la
partida por el héroe envolviéndose en los telones, a los gritos, quizás
sintetice la habilidad e inteligencia de Benítez
para resolver teatralmente
panorámicas que suele implementar el western.
No le faltan algunas máculas,
eso sí. El recurso al árbol florecido de velas tiene un efecto a primera vista
impresionante, pero (me parece) el teatro marplatense abusa de su facilismo y
llega a ser una trade mark un tanto
cansadora. El duelo a cuchillo entre Moreira y Contreras debió ensayarse más en
dirección coreográfica y plástica y se lo ve plantado con alguna torpeza.
Tampoco faltan avances
significativos, al menos dos. El regreso de Viviana Ruiz a las tablas esta vez de aquel lado, y su desempeño llamativo, y casi un escalón arriba de
la media local en materia de actuación, nos revela a una actriz que, digámoslo,
no tiene derecho a seguir quedándose afuera. El otro, la aparición de Sebastián Benítez, de apenas 14
abriles, en el círculo, austero y distante, de recia voz e impactante apostura
—parece de más edad—nos reenvía a lo
que la sangre hereda…y cómo.
Dicen las buenas lenguas que Pedro, de chico, jugaba a ser Moreira cuando sus amigos jugaban a
soldados de la serie Combate. Su
rostro mismo no deja de memorarnos al Bebán
de Favio, cuya fulguración en los
tempranos setenta marcó a nuestra generación. Después de su trabajo directriz
en algo tan distinto como El vestidor,
ratifica una condición de elasticidad y talento infrecuentes, en una temporada
que apostó a la reiteración y lo probado. Un país y un teatro necesita héroes: Moreira, la sombra de un hombre,
proporciona mucho de ambas cosas.
Gabriel Cabrejas
Investigador, crítico teatral, integrante del GIE (grupo de Investigaciones Estéticas de la UNMDP)
Enero 2013