Mades Medus, de Zúñiga/Ruiz
Actuar y vivir
En algún momento, en la vida
del actor y del dramaturgo —caras de una moneda—se tiene que plantear la reflexión sobre el oficio. Desde la tarima
especular de Hamlet, quien sabría
arrebatar la conciencia del rey culpable, al escarceo de la sera a soggetto de Pirandello, la melancolía decadente del viejo Cardenal en los Globos Rojos de Pavlovsky, la prolongada despedida del histrión fenomenal en The dresser de Harwood y la tristeza
casi senil de El canto del cisne chejoviano,
se impone el metalenguaje de cuestionar el propio ritual: el tema del teatro es
el teatro. No el libreto, la dirección o la escenografía, sino el trabajo del
hechicero laico en su sociedad, la dialéctica del cuerpo tenso entre la función
y el destino, la micropolítica del show
must go on como ética autojustificada. En Mades Medus se nombra a Molière
no en vano. No sería el último intérprete en morir actuando, pero sí el más
famoso, y a partir de allí todos los que subirán a las tablas querrán morir
allí, para el recuerdo o el olvido. Heroísmo absurdo que necesariamente
tracciona la meditación filosófica acerca de él.
La obra en un acto de la
peruana María Teresa Zúñiga postula
un requisito: actores idóneos y, en la medida de lo posible, aptos todo
terreno. No casualmente el programa incide en dos entrenadores, Facundo Mosquera en trapecio y Daniela Silva en clown. La enorme lona
verde que cobija y encierra a Marcelo
Scalona (Mades) y a Marcos Moyano
(Medus) da indicio de circo, y de eso se trata. Otra definición vía negativa,
no son trágicos, comediantes o capocómicos, sino payasos, los únicos actores
que suelen aureolarse de todos los matices sin instalarse en ninguno. Como
sucede en muchas puestas de El Séptimo,
la representación ya comenzó mientras nos ubicamos en las gradas. El ya
tradicional escamoteo de la distancia entre público y elenco, extirpada la
embocadura alta, suspende las diferencias; los disfraces móviles nos mirarán,
lo sabemos, a los ojos.
El tapete en que se mueve el
dúo, y sus cambiantes indumentos, son rojo, blanco y verde, aunque sin navidad
a la vista. Sendas valijas de las que brotan el maquillaje, el pantalón con un
bretel, un faldón abuchonado, papeles. Llevan calza negra y medias a rayas
horizontales. No son muy distintos y se comprueban intercambiables, sólo que
Medus tose todo el tiempo y, al cabo de un rato, sabemos que tiene tuberculosis
y tal vez agonice. Cualquier cosa que emprendan, la hacen a medias, oscilantes
entre la torpeza y la imposibilidad. “Mitad mendigo, mitad ramera”, dice Medus
antes o después de una morisqueta. Suplica o se vende, el actor nunca conquista
la libertad sino para morir libre. Y el culto de lo ambiguo. Mades toca el
mínimo acordeón a piano y pelea a su partener, y él es partener de Medus,
cuando recita entra y sale del personaje, y en cada risa perfila el llanto
siguiente. Medus se apiada de su propio piojo, canta y cuelga del trapecio,
rápidamente se conoce las réplicas y los pies, y de pronto se vuelve él mismo y
no cesa de estertorar. Vale la aclaración, a riesgo de obvia: hay que ser casi
perfecto como actor para incluir en la acción lo imperfecto.
Con
varias piezas juntos, Scalona y Moyano se entienden como los jugadores
del Barça, de memoria y naturalmente
al hacerse los pases. La fuerte personalidad escénica del primero, a la que nos
referimos más de una vez, y la flexible aptitud en el cambio de registro del
segundo, simbolizan la obra y la trascienden. Se sospecha que el texto pudo ser
más rico, usufructuando el potencial interpretativo, hecho que la dramaturga,
claro, no podría saber. Por si no se percataron, M & M constituyen una
mónada, un único ser desdoblado, el alfa-omega de la teatralidad con atavío de
bufones perdidos.
Viviana Ruiz maneja a su clan igual que una madre disciplinada con
sus vástagos, versiona a su particular modo a Zúñiga e incorpora otras artes teatrales al escenario, sin
desbordar hacia la sobreactuación ni restarles la impronta personal de las dos
marionetas animadas. Aún con defectos, Mades/Medus
triunfa en su propuesta y agrega la variante Séptimo, al fin, a la antigua y siempre nueva
obsesión del teatro por reflexionar frente al espejo.1
Gabriel Cabrejas
1 Los nombres se confunden adrede. Me atrevo a una digresión
incomprobable: Mades suena a Hades, destino o condena, y Medus a medusa, duende mitológico
que congela, o eterniza, si uno lo contempla. Ambos significarían el rumbo del
actor y sus efectos.