Darío Fo en el Séptimo
Fuego
La última carcajada
Cuando Patricio Contreras y Darío
Fo coincidieron en pergeñar Muerte accidental de un anarquista
corría el verano del 84 y no se imaginaban, el primero, que lo iba a ranquear
como uno de los grandes actores de su tiempo, ni el segundo, que, siendo ácrata
y teatrista independiente, terminaría ganador nada menos que del Premio Nobel
de Literatura. A paso for-zado, y constreñida por amenazas varias,
espinosamente, la democracia argentina
avanzaba en su propia transición y el Diagonal
supo ser sede de un éxito estrepitoso; treinta años después el sistema político
se consolidó pero la historia del loco que a su vez enloquece a una seccional policial
para desenmascarar el dudosísimo suicidio de un anarquista literalmente
defenestrado al vacío por una conspiración fascista que involucra a los
uniformados, sigue teniendo atroz, inquietante vigencia.
Fo y Contreras tampoco habrían
supuesto a un grupo de locos de Mar del Plata, en la tem-porada frívola del
2014, reproduciendo la sátira cumbre del italiano, con la calidad y precisión
de aquella primera vuelta. Locos, sí, de la sagrada demencia teatral, y lo
suficientemente cuer-dos para autoconocerse y saber que pueden. Porque Viviana Ruiz debió madurar a fuego lento
a un grupo capaz de montar una pieza difícil si las hay, la cual, afirmémoslo,
requiere la prepa-ración superlativa que, de cabo a rabo, evidencian. No nos
sorprende, sin embargo, a los habi-tués del Séptimo
Fuego, pues ya hemos acrisolado experiencia de espectadores ahí dentro. Eso
sí, nunca hasta hoy semejante experiencia, ni tal despliegue interpretativo, como
sólo un exi-gente bufo-autor podía inducir arriba del escenario.
La sátira es la matriz más
complicada de la dramatología, acrobacia pura sobre el desfiladero del
lenguaje. La comedia pulula en las costumbres sociales, la tragedia prende la
hornalla en la que el destino cocerá el desenlace siempre previsto, pero la
sátira, política siempre, estira a tope la cuerda de lo admisible, prefiere el desborde,
el nervio, la sobreactuación incluso. Los otros géneros concentran, la sátira
distrae, arranca risotadas en lo brutal, nos hace creer que nos reí-mos de los
personajes y no de nosotros. Tramposa, indelicada: abofetea, manipula, ofende,
y puede concluir horrorosamente sin que lo esperemos. Fo nos invita a disfrutarlo. Sabemos que el Loco fingió veinte años
ser otro y engañó a decenas cuando comparece ante el comisario, y sobrevendrá
entonces la catarata de disfraces. Pero, cuidado, existe un crimen mal
disimulado, que la opinión pública ignora, y en una sociedad estupidizada,
apática o cómplice, el Loco y únicamente él habrá de reflotar el asunto
archivado.
Si bien cualquiera de sus
actores no estaría incómodo en el papel de Federico
Balderrama, Ruiz tuvo que
aguardarlo. El histrión fenomenal, lisérgico que es Federico calza como un
cha-leco entallado. La justeza gestual (creo sin exagerar nada que un aspirante
a actor debería asistir con una libreta de apuntes), la agilidad física, el
manejo gutural, lo vuelven el
intérprete del año, lejos. Claro, Fo no escribió uno de sus monólogos y, en
plan colectivo, ningún acompañante queda rezagado. Y ahí entran a escena los
clásicos integrantes del Séptimo
dispuestos a otra lec-ción viviente. Encontramos a Gabriel Casali, revelación del Avión
negro versionada por Vi-viana, que, se veía, lleva bien puesto el apellido
del tío y no reniega un palmo de su sangre; la apabullante pregnancia de Marcos Moyano, adusto y cuadrándose al
principio y hecho un flan a medida que lo denuncia el Loco; Marcelo Scalona, ese animal de teatro
inhábil para repetir dos veces el mismo ademán; Pablo Serra, el torpe y huesudo agente en perfecta comparsa y Daniela Silva, de empaque rígido en un
rol inesperado. Inclusión nada fortuita,es la mujer quien rompe el silencio
corporativo-masculino. Así no más, nos topamos con el casting ideal en la obra ideal.
La foto de adolescentes
ultimados por la policía brava, que el Loco esparce como casualmente en un
pizarrón, y el paratexto intencional del programa, “dedicado a todos los casos
de gatillo fácil” nos clava en el pecho la (penosa) actualidad fundamental de Muerte, y el compromiso perpetuo de
directora y elenco. El insondable costo de los derechos de autor, que pagaron
pun-tualmente sin reparar mucho en su recuperación, exalta la locura desde la
que el Séptimo decide —siempre—más
allá de los proyectos seguros del mercantilismo. La coherencia ideológica y sus
quince años de continuidad teatral insobornable operan como esa calma
burocrática en que descansan repantigados los asesinos instituídos: entonces,
entra el Loco.
Mag. Gabriel Cabrejas